Este espacio intenta ser un pasadizo que da luz a las pequeñas piezas interiores que conforman quien soy.

martes, 12 de octubre de 2010

La higuera


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¿Existe el destino? ¿Es cierto lo que pensaban algunos, eso, que las estrellas llevan impresos cada uno de nuestros pasos? ¿Creer que nuestras decisiones van labrando el camino que hacemos es realmente una superación de aquella antigua convicción? ¿O solo un bálsamo para existir, un poco aunque sea, con la certeza de libertad?
Tal vez la tía nunca se había hecho estas preguntas. Tal vez, con ese dejo de resignación que la arrastró en sus últimos años, solo se limitó a esperar que el tiempo le enseñara la respuesta.
Mujer dura. Fuerte. No dejó nunca entrar a la coquetería y esas estupideces, como solía decir, a su vida. “No tengo tiempo para esas cositas, a mí dejame de pavadas que tengo que cuidar de la casa. Si yo no cocino, acá no come nadie”, decía frunciendo el ceño, pero sin intenciones de reproche. Aceptaba con fascinación su tarea. Era como si su lugar ya hubiera sido designado desde antes de nacer: cuidar de la casa, cuidar de los primos, cuidar de los hijos de sus primos, cuidar de los hijos de los hijos de sus primos. Y así lo hizo. Dedicó su vida entera, aún en la agonía previa a su muerte, a una familia que nunca terminó de creer como propia.
Viste vientres crecer, sobremesas extendidas más allá de la medianoche, mentiras que crecían bajo la higuera; culpas y obscenidades revelarse, como aquella primera vez, cuando un hombre y una mujer fueran sorprendidos en pecado, y cubrieran esa desnudez con sus hojas.
Mujer honesta, de pies a cabeza. No toleraba la mala fe, las manos prestadas por una tajada jugosa del asunto en cuestión.
Su vida se llenó de la vida de los otros, y vio cómo el tiempo pasaba por la otra esquina.
Hija del dolor. Madre de niños que nunca parió. Esposa de cada hombre que pedía por un plato de comida. Y sin madre, sin hijos y sin esposo recorrió sin tregua aquella casa enorme toda su vida.
El antes estaba borrado a tal punto, que nadie supo nunca su verdadero nombre. Un apodo musical, sonoro, casi chirriante fue su sustantivo propio: Chacha. Como testigo único de su procedencia de provincia quedó un artículo, una huella indiscutible de su génesis -lo único que quiso resguardar del árbol familiar-. Así, todos la llamaban La Chacha.
La Chacha, como se dijo antes, no andaba detrás de faldas glamorosas, zapatos lustrosos y perfumes que hipnotizaran miradas o prometieran la felicidad eterna. La comodidad era su bandera “Pa´qué me via poner esos trapos!”, decía mientras se secaba las manos mojadas en su uniforme de vida.
Había nacido 2 siglos atrás; eso se le notaba desde siempre, incluso en sus pequeños 15 años, cuando paradita en la puerta de la casa de su prima, le pidió cobijo. La única vez que pidió ayuda.
Cuentan que tenía los ojos mojados y los puños cerrados, apretados, como si sujetaran una venganza entre sus pequeños, largos y delgados dedos blancos. Un pañuelo le caía del bolsillo, seguramente lo había utilizado justo antes de llamar a la puerta.
Dicen que respiró hondo y aguardó que su prima abriera. En cuanto vio la cara de Alba asomar por la rendija, evitó toda llantera verbal y solo le dijo “Nunca tuve madre; desde hoy no tengo padre ni hermanos. Mi cuerpo no lleva la misma sangre que otras veces”. Alba pudo ver sus pies lastimados, los brazos en los que -todavía y aún mucho después- se podía uno imaginar el puño que la había sujetado. Quiso abrazarla con su cuerpo enorme, materno; pero La Chacha se lo impidió. Y siguió, “Caminé mucho hasta aquí, huelo a los olores de ayer y antes de ayer”. Alba la dejó pasar, atinó a preguntarle algo mientras La Chacha tomaba sus pocos bártulos, pero no se animó; comprendió que nunca más se hablaría del tema. Y cerró la puerta.

Desde ese día, La Chacha nunca estuvo quieta. No concebía siquiera a la noche como el momento de reposo. Es que sus manos se acostumbraron rápidamente a cargar baldes, hacer repulgues, amasar cenas y calentar biberones.
Una sola actividad estaba dedicada a ella: cuidaba con esmero la higuera que crecía en el patio. Amaba ese arbusto sobre todo por su grandeza de llamarse árbol. Decía que le gustaba porque se animaba a crecer en lugares donde pocas plantas encontraban la oportunidad, y sus raíces eran temidas por mover los suelos donde se criaba. Toda una metáfora de su vida.
Así es que por la tardecita, después de regarla y quitarle las malezas que se empeñaban en salir a su lado, se tiraba bajo su sombra.
Por eso se entiende que en esos momentos no quisiera que nadie la perturbara con quehaceres. Solía alejar a los niños de la casa, solo para que la dejaran tranquila, con la la historia que su abuela le había contado alguna vez, y que ella tanto se relamía al repetir:
“No, andá pa´ dentro que viene el malulo, eh!”
“Quién es el malulo, tia?”
“El malulo me deja cuidar la higuera a mí, pero si otro la quiere mirar, se enoja y puede matarlo, andá, andá pa´dentro te digo que yo después voy”.
Y ahí se quedaba, sola, con su cometido.
Qué soñaba, en qué pensaba, nadie lo sabe ni lo supo jamás. Se recostaba allí, y dejaba que su cuerpo se anestesiara al reparo, que “mi sangre se refrescara un poco”, como solía decir ella. Parecía que esperaba. Un momento. Una oportunidad que el tiempo le iba a regalar.


Esa era su habitual rutina. Salvo aquella tardecita.
Corría la época en la que el invierno duerme una pequeña siesta; el veranito de San Juan que le dicen algunos. Así es que hacía calor.
Alba sabía que La Chacha había salido, ella misma se lo había mencionado, pero no pensó que le llevaría tanto tiempo.
“Alba, salgo”
“Bueno, ¿te vas a demorar mucho? Mirá que hay ropa que tender”
“Que la ropa espere, que yo de eso ya aprendí y no se muere nadie. Salgo.”

Mucho se dijo sobre La Chacha y su indefinición identitaria. Lo cierto es que cuando uno calla, el resto llena los baches. Y La Chacha mucho se reservó para la tumba. Y los juglares, felices.
Sea como fuere, ante todas estas historias La Chacha era sorda y muda. Solo un gesto pequeño -apenas visible en su rostro- que le hacía endurecer sus labios se percibía cuando escuchaba este tipo de cuentos. Solo eso. Nada más. Aún así, el suficiente como para que Alba lo notara. Y fue esa misma represión de palabras encarceladas en su boca firme la que reconoció ese día cuando salió sin dar mucha explicación al asunto. Pero esta vez, tenían una hediondez a venganza. Alba no era mujer de preocuparse, pero sintió un espasmo a la altura de la boca del estómago que le hizo pensar que en esta ocasión sería diferente. Se miró al espejo, e hizo la señal de la cruz.

Hacía calor; el conveniente como para excusar el por qué de sus ropas pegadas al cuerpo, bebiendo del sudor que desprendía su piel. “Sudo porque hace calor” se repetía una y otra vez. Cuando llegó, se sentó agitada bajo la higuera. Temblaba. Miró sus manos que palpitaban; las sintió pegajosas. Las volvió a mirar y recién bajo la sombra notó que todavía estaban llenas de sangre.
Alba salió al patio. Se acercó y viéndola pequeña, igual que cincuenta años atrás, arrancó un higo y presionándolo sobre sus manos hasta deshacerlo y confundirlo le dijo “Éste es el más dulce del árbol, pero está condimentado en el infierno”
“Ya lo sé”
Sentada en la higuera, con el olor de los higos, el color y el sabor mezclado con la sangre, La Chacha devoró la fruta entre sus manos.

viernes, 8 de octubre de 2010

Mapa mudo

Si lo que se nombra existe, ¿que lugar ocupa aquello que, existiendo, aún no se puede designar?
Es el silencio que bautiza lo no dicho, que le imprime una historia escondida de verbo.
Es esa ausencia la que habla. Sin voz. Sin mueca.
Una imagen que se acuesta sobre otra imagen. Y otra. Y otra más.
Duerme. O nos hace creer que duerme: se enlaza sigilosa, lenta, y con cada raíz que sujeta, en ese mutismo absoluto, cuenta. Como un mapa mudo que no lleva escritos los nombres y, sin embargo, orienta, acomoda las piezas en su lugar.
El relato más vacío; la historia sin palabra, sin aliento.
Aún así, el axioma sobre el que se construye una vida.

martes, 14 de septiembre de 2010

Vestida de aire



El tapiz que fue tejido y se extendió sobre mis pieles, cubriéndolas, acunándolas. Un paño que duerme en el leve silbido de un verde pequeño, agitado por los vestidos de una brisa. Por dentro, y hacia afuera. Como un efluvio. Como la llama que ondea su extracto, y lo deja ir, mezclado de esa sensación nueva -tan mía- que se apresura a cualquier impresión en los sentidos.
Vestida de aire.
Con la lentitud propia del recuerdo.

Y se dirige delante en el tiempo.
Gobierna.
Se asume como matriz de nuevos tisajes.

Cuántas luces se ha llevado?
Cuántas horas de insomnio y de sueño cargado?
Sólo así, vestida de aire.

martes, 31 de agosto de 2010

Conocerme

Sin el relato de una hoja, el viento no contaría su historia.
Sin el columpio del mar, tampoco conoceríamos su forma.
Y su aroma, sin las mañanas nada emanaría de sus cortezas.

Pero, ¡si hasta el más leve y mudo sigilo, la más perezosa renuncia y la más absurda pobreza anónima de esencia llevan un nombre!.
Un grito ausente, muecas de algo.
El cuerpo que se ondea y pierde su movimiento. Ahí. Justo ahí, también es un epígrafe de algo.
El perfume de sus manos, siempre a la altura de las yemas. Pero que aún secas, aún prensadas y escurridas, pueden gotear algo de ese aroma.
Entonces, incluso así, sin el relato de esa hoja; sin el columpio de esas aguas; sin las mañanas de esas horas…
el viento de todas maneras confesaría.

Y el silencio, aquel que sabe no decir nada; y la abulia, aquella que sabe pasar por ignorada; y el desconocimiento absoluto de exhalación. Todo será anagrama. Sombras de las palabras. Sobras de otros nombres.
Otros verbos.
Y otras voces.
No la mía.
Por lo menos, no hoy.

lunes, 30 de agosto de 2010

Reticencia de imágenes


Cuando la imagen deja de ser para convertirse en verba. Justo en ese momento en el que la mirada da paso al sonido eterno, el ojo ya no permite ser engañado con los trazos; se deja desvestir de los ropajes, permite hacerse nombre.
Y después, ya no hay después.
O por lo menos ese más tarde olvida su inocencia primitiva y aulla por más.
Es que la efigie todo lo calla; todo lo que pudiera decirse, su reserva y desconfianza lo enmudece con colores que agradan a la mirada.
Entonces, el silencio. El sonido de la palabra que cae sobre el cuerpo que escucha.
Y escarba, monda.
Y el río vuelve a fluir, corre apresurado, y arrastra en su andar lo que otros han andado.
Su huella allí está.
Su paso también.
Y el paso de otros pasos que tal vez alguna vez dé.
Y el río corre. Y vuelve a fluir.
La palabra se hace nombre y ya no se deja escurrir.

viernes, 20 de agosto de 2010

Puñado de alma

Un ramillete zurcido a mis bolsillos entintados de la vida que corre.
El agua necesaria para su verde piel, se escapa del iris negro de mis ojos.
Y la tierra para su destino caprichoso, vuela sobre la llanura de las yemas.
Un ramo escondido en el alma.
Un manojo de luceros vibrando cerca de las manos apretadas...
Un poco de nostalgia que sudan estrellas en el pergamino de las palmas.
Y ese extracto justo que sabe a jabón sobre los dedos... el perfume que dejan los pasos que siguen tus pies.
Un racimo bordado con hilos de siesta y lunas dormidas.
Ese puñado de alma...
Cunas de espuma...
Esa historia que guardan sus páginas.

domingo, 15 de agosto de 2010

Noches de luna

La fuerza de aquellas tintas ocultas toman la voz de los dedos que quiero callar.
El capricho de la palma de pensar sólo con las letras esgrimidas en la soledad de la noche alunada.
Ese atropello deshonesto de impulsar los pies sobre el agua de otra fuente...
... el origen de la palabra...
... el lugar al que acude la verba
para ser renovada...
... ese espacio esquivo de cuerdas
que cantan sin ser pulsadas.
La fibra puesta en el aliento quebrado.
Ese imperio majestuoso, inherente a las almas que sacuden ácidos entre las sentencias que rumia.
Mientras los trucos del que juega a olvidar, se hacen regla para poder respirar.

viernes, 13 de agosto de 2010

La tierra absorbe las raíces que se derraman. Cada gota bebida, cada palma acunada.
El cielo en su espesura canta de la brisa que la empaña; un suave romance silba sobre la almohada. Y sobre los pies, la arena que se escurre acompañada.
Horas y horas, erguida con la mirada entrelazada. Y huele, huele del aire que la empapa.
Siglos enteros pueden morderla. Minutos cansados de largas esperas. Pero erguida deja que el viento le muestre sus formas, las más bellas, las más pesadas; aun aquellas que, eternas, se ondean espinadas. Y las que danzan, las que se toman ese minuto de calma mientras los cabellos murmuran cerca de su oído. Es el sonido del silencio. Es la música del alma.
Y cerca, a la altura de sus rodillas, miles de flores cosquillean. Pies descalzos, viento helado que se adentra por el pecho, inundando. Y otra vez la música, el sonido de sus manos. El murmullo de las yemas respirando.

jueves, 12 de agosto de 2010

Vestido blanco

Vestido blanco, de encajes bordados. El olor de la mañana que se respira en sus hombros.
Sus cabellos aun rumian, beben del rocío que los moja.
El cuerpo estira en muecas el descanso que aún se abraza a la piel.
Ojos pequeños, tal vez todavía sueñan; aún pincelan sus pestañas óleos anaranjados, vestigios de alguna tierra.
Mirarse las manos. Encontrarse con ese cuerpo encima. Puesto como sábana limpia, nueva, pero con el olor de tantos y tantos años. Encontrarlo como en una imagen, reflejos olvidados sobre el espejo blanco. Y allí estaba. Y allí está. Vestido de blanco, con sus encajes, con sus cabellos. Allí está, con sus yemas que atestiguan el rocío que cae. Arrugadas desdibujan sus huellas. Pero allí está.
Allí está.

Aislados

Enredo de telas.
Afuera que llueve.
Un hilo cerca de los oídos.
El viento que embolsa nostalgia.
Un anillo gira sobre la yema.
El gris se refleja en el agua estancada.
Letras encuadernadas sobre las sábanas arrugadas.
Palabras que no llegan a significar la soledad del aire.
Color sobre color... ofrendas del tiempo trabajado sin conciencia.
La aguda presencia de los ojos guardados dentro de la caja enlatada.
Aún gira el anillo mostrando la imperfección de su esencia.
Vibra el cordel en un triste dos por tres.
Y afuera que sigue lloviendo.
Y afuera que vuelve a llover

Ya acabará la noche

Ráfagas de olvido calmarán mi agitación.
Ese tinte que cae sobre letras que ya han sido dictadas, olvidarán el nombre de tierras entumecidas.
El inquietante susurro de noches sin luna imprime riberas enteras cubiertas de los silencios de la piel.
Pero ya acabará la noche.
No dolerá más el olor de jabón sobre los pies.
La fe puesta sobre el olvido en el tiempo... cada segundo más lejos hace menos enlutado el recuerdo entre los dedos que no dejan de hablar.
Un mediterráneo sueño de ahuyentar las ondas que dejaron las huellas sobre la pared, justo a la altura de la puerta color café.
Polvaredas en el alma mientras trata de no ahogarse en el intento inepto de callar el iris cuando mira.
Ese rincón certero de palabras que el cuerpo no puede disfrazar.
Pero ya acabará la noche.
Ya celará la verba por una tinta menos reseca y hedionda... apesta tanta humedad acumulada en el tiempo.
Deslizar los instantes en el tiempo, dejándolos caer sobre el piso sin más... dejar que se escurran esos momentos que consumen tanto el cuerpo.
Ya acabará la noche.
Láminas de terciopelo entre los renglones olvidarán su génesis.
Se acabarán las noches veladas... porque existen en mí, amor, un desvelo por cada tinte color piel de tu voz.

Ojos de otoño

Un hombre que fabrica ensueños con sus pupilas, se detuvo ante los pies inmóviles y desiertos de huellas.
Contemplando el gesto de su piel desde la cima de un escalón delirante, no acercó sus yemas- ignoraba que sus poros no soportan esa distancia-.
Trozos de amarga soledad y ventanas heridas por el polvo acumulado, rondaban su cuerpo como el aire ahogado por el pregusto de muerte saboreado entre sus gemas dormidas.
El cencerro de cadenas que corren a la par de los pies esclavizados de segundos enteros, aullaba como el viento de tormenta.
Pero su iris detuvo el tiempo entre sus manos.
Y el silencio dejó de roer por un rato dentro de su sombra.
Aquello que nos obliga a perdonar el necio instinto de apuñalarnos con rencores, se desmembró ante la miel untada en la verba.
El giro apurado del anillo cayendo y temblando.
El miedo de sus ojos, de ver y no ser escuchados.
Inmediatamente tendemos a disimularnos entre hilos difusos de lunas
pasadas... siempre son espejo de lo remanente.
Y entonces, el cuerpo pide la embriaguez del roce permitido en la mesura de las manos.
Almohadas de vientre.
Ojos de Otoño
Néctar que rocía el aire mientras duerme.
Y todavía.
Y aún.

Cuando la vida deja de ser eterna lejanía,
las manos duermen siestas
en cada rincón
donde la piel respira
y se hace eterna...

Mi voz

Elevar la mirada a esos ojos que esquivan el sonido de las manos.
Hipócritas cada una de mis voces... no revelan el verdadero sonido que emiten las palmas.
No expresan ni el sonido significante de la tinta caída.
Trocan hasta el más leve llanto, hiriendo con la daga del destino no deseado.
Perdonen mis manos este abuso que cometen los labios.
Perdonen cada orilla que desdibujo.
Mi voz no puede elevar su mirada.
Mi voz tiene que hablar callada...
Mi voz no elevará más sus alas...

Huecos de ahogo

Rancios jugos de hastío que a través de párpados contemplo.
Pupilas baldías de esos hilos que tartamudean mutilados por el tiempo que ya pasó.
Cortar a pedazos sus rasgadas manos de imprudencia.
El tiempo.
Que todo lo altera.
Que todo lo renueva.
Con el apresuramiento torpe entre los labios especulando que el sueño calle sus muecas en el insomnio de la sangre.
De pie.
Seguida de cuatrocientos segundos vacíos.
Y mil noches más.
Intentando arrimar el tacto a la justa cadencia.
Y el silencio que roe y aniquila.
En la humedad.
En la asfixia.
En la herida intacta.
Mientras no me oyes.
Mientras el fervor ampolla tu nombre.

Días boca arriba

El cielo se amontona entre los ojos.
El iris llueve sus nubes lentamente, mientras el viento de sus cabellos agita las hojas prendidas en su mirada.
Un gesto repentino eterniza el segundo... ese momento preciso en que sus manos diseminan el olor del agua que cae.
El cielo, boca arriba.
Manchas que vuelan por sobre el cuerpo extendido.
Y más allá... más tiempo que cae y volverá a caer.
Dormir en una eterna siesta y no encontrarme nunca con en olvido de sus ojos.
Arroparse entre sus poros mientras ronronea la sangre olor a piel.
El celaje que cambia alrededor.
La noche se hace día, y el sol que ya oscureció.
El cielo, boca arriba.
... Cobijo único del tiempo que pasa- testigo de la lluvia que cae y desparrama-...

Diálogo en cuerpo y alma

No habrá orillas que hablen esta tarde de frío para el cuerpo.

... Despídete del tinte si ya no has de llorar.

No abriré a los ojos lo que ya no quieren ver.

... Olvídate de las manos si ya no has de mirar.

No sanaré con yemas lo que el alma insiste en romper.

... Piérdete con el iris dilatado en ondas de sal.

No aliaré más el destino con lo que dice la piel.

... Abandona entonces la pluma, desafina el cuerpo y afila los pies.

Cuerpoalma

La cobardía encendida cada vez que la suerte trae atisbos del cuerpo.
El enlace del silencio de las sombras hace de su verba una carrera interminable y dolorosa a los ojos.
Trastos en el recuerdo apergaminan la piel a la altura de las manos.
Será hora de anestesiar las yemas verbosas para untar en la frente algo de este presente tedioso.
Luengos tiempos que lamen las horas dejando sus restos sobre la
hoja...
Palabras sin eco amurallan la vida dejándola en soledad... enfrían la poca tibieza que quedó impresa en los labios rozados de madrugada.
Será hora de arrullar el pretérito que late entre mis dedos.
Pero sin el cuerpo el alma no es más que viento vacío-alguien lo había dicho ya-.
... Siempre que el alma cante la cadencia justa que imprimen los pies...

Coro de voces

Una sombra que cruza la puerta de lado a lado.
Manchas enteras a través del cerrojo del cuerpo prevenido.
Aureolas entre las miradas...
... el aura que anuncia el vacío de las manos...
Y los dedos atrapando la nostalgia del iris que no acaba de soñar... que no acaba de encontrar su realidad.
Una sombra más.
Y tantas otras más que proyectar.
Ojeras de la tierra que abrazan mis pies.
Silencios que brotan en los gritos de cada palmo... el riego perfecto que derriba el tinte azulino de las yemas.
...
Y escuchar así los ojos que no miran.
Palabras arrimadas entre bordes que escuchan el canto.
Y escuchar tus manos sobre la llanura.
Olvidar las manchas entre el celaje por un instante aunque sea.
Distraer el iris... envolviendo las horas.
Erizando los ojos cada vez que se apune la piel.

Al otro lado

El espejo a mis espaldas muestra las caries del tiempo.
Ahorcados cada uno de los segundos pedidos, el paso se enriquece entre las huellas.
El verde cielo encontrado-siempre delante- hojea sus nubes cerca de mis manos.
Restos de olvido quedan infaliblemente en los bolsillos; sólo bastan yemas que los busquen para verlos rociándose de tinta empolvada.
Contar la vida como el árbol, desde dentro y hacia fuera.
Cada marca.
Una espera.
Cada hoja.
La estación que vibra y ondea.
Ya no llevo el espejo entre mis manos.
Va por detrás.
Al otro lado.
Sólo guarda
el tiempo mientras se va orillando.
El susurro del lenguaje estremecido cerca de los oídos.
Y en ese momento, encerrar el tiempo entre las yemas que dictan la prosa del alma; atestiguar que en sus venas se huele la misma esencia.
La piel detrás de sus hombros exhala y fija el mismo agua que correrá.
Dormir en una eterna siesta bajo su sombra.
Respirar en ese sueño una
y otra
y otra vez.
Esa variedad de espera que sólo el alma conoce.
Y cuando manos traslúcidas de lluvia improvisan una rima contra la tierra -justo debajo de los pies- no hay amargores en la garganta, sólo trozos de miradas infinitas... sólo el pulso del agua que cae y que inunda.

Puño y letra

Volver al puño para cambiar la tinta con la sangre.
El tiempo pasa arañando los dedos, por eso es preciso mojar las palmas sujetando la boca del alma.
Las trampas de la piel atraviesan la grafía, por eso es necesario escuchar con los ojos sus manías.
Comprometer a cada yema al llanto de cada letra.
Permitir los borrones al alma.
Sacudir de improviso las lluvias internas del cuerpo, anulando la sintaxis que corrige las impurezas que ocultan.
Olas engendradas del mismo viento que sopla entre las huellas... manchas que sepultan una idea que no termina de huir, no consume hasta los últimos movimientos de las palmas en su monólogo.
Volver al puño y ver las mañas que pule el tiempo mientras pasa en silencio... mientras pasa en silencio...
El útero del tiempo está sobre las manos, fabrica su pulso mientras lame huellas ya orilladas.
Corres,
go
te
as,
inundas cada vena a trasluz.
Y la boca abierta en la tierra por cada segundo caído, se hace más profunda.
Perforada.

Atravesada.

Y socavada.

Te propagas en ese espacio, formando la garganta seca y desierta que nunca grita por encima de la tinta.
El consuelo infame de pensar que mientras más profundo cave el dolor, más cielo se podrá luego contener.
Y el tiempo que descansa entre mis manos.
Juega con mi piel.
Dejándome caer en el vacío que me hereda.

Teorías de la piel

Supuestos atravesados en la corriente que conducen al obligado pero esquivo error.

Hombres que pelean contra un enemigo mimetizado en el paso.

Semejante contienda agota las armas en el segundo que tarda en emitirse la verba.

Figuraciones que callan lo dicho... que denuncian la fuerza del silencio... el peso de sus rasguños... el dolor eterno de su imperio.

Teorías de la piel influenciada por la piel misma.

El despropósito de guiarnos entre sus caminos ordenados bajo los principios del caos.

Confundidos por la armonía de su lógica, absurdamente nos dejarnos convencer.

Y la lucha se multiplica aún más entre los silencios que se suceden como efecto de su juicio -su dulzor adormece puños indecisos-.

Y luego, es tarde.

Siempre será tarde el tiempo entre sus ojos.

Mural

Velas encarnando deseos... Cielos por encima de los ojos, justo a la altura de la piel... Una guerra que siempre se escucha... Sombras dibujadas sobre las mismas paredes de siempre... La justicia... El olvido... Recuerdos delimitados por el tiempo que no pasa en la memoria... Flores que olvidaron su perfume... El agua en todas sus formas y olores... Miradas impertinentes... ausencia completa de muerte... Un real perdido al pasar... Ojos oscurecidos hace tiempo atrás... El color estremeciendo los grises del alma... La desnudez de los pensamientos... Preguntas que revolotean entre las alas de los delfines... Una cruz entre las manos que dan... ofrendas que no se olvidan... Un boleto de ida hacia ese lugar perdido en el espacio de los ojos que buscan... Ventanas reflejadas en espejos que multiplican hacia afuera el lugar que tanto esconden... Rojos sobre azules sobre verdes... las estaciones que las yemas pretenden... La foto de un pintor... De un escritor... De un fulano que encerró el pretérito en las cinco celdas de sus manos... Y la verba que busca el destino... países lejanos que se acercan... Esa palabra que exhorta a ser... A reír... A descubrir su génesis en el azar de las cartas... La rareza de la especie que habla entre figuras... esa raza de la que se viste el alma que llevo...